Diferencia entre "valor de cambio" y "valor" (a secas)

La diferencia entre «valor de uso» y «valor de cambio» la tienen bastante clara en general los marxistas. 
Lo que no suelen tener tan clara algunos "marxistas", por lo que he podido constatar, es la diferencia entre «valor de cambio» y «valor» a secas. Esta distinción suele ser subestimada y obviada por irrelevante y se utiliza indistintamente la expresión «valor de cambio» o «valor» como si fuesen sinónimas.
Sin embargo para entender bien el primer capítulo de El Capital (cuya comprensión a su vez es indispensable para entender adecuadamente El Capital en su conjunto) es necesario comprender bien esto, y nos lo dice el propio Marx en varios fragmentos que reproduzco a continuación:

«Una mercancía individual, por ejemplo un quarter de trigo, se intercambia por otros artículos en las proporciones más diversas. No obstante su valor de cambio se mantiene inalterado, ya sea que se exprese en x betún, y seda, z oro, etc. Debe, por tanto, poseer un contenido diferenciable de estos diversos modos de expresión.

Tomemos otras dos mercancías, por ejemplo el trigo y el hierro. Sea cual fuere su relación de cambio, ésta se podrá representar siempre por una ecuación en la que determinada cantidad de trigo se equipara a una cantidad cualquiera de hierro, por ejemplo: 1 quarter de trigo = a quintales de hierro. ¿Qué denota esta ecuación? Que existe algo común, de la misma magnitud, en dos cosas distintas, tanto en 1 quarter de trigo como en a quintales de hierro. Ambas, por consiguiente, son iguales a una tercera, que en sí y para sí no es ni la una ni la otra. Cada una de ellas, pues, en tanto es valor de cambio, tiene que ser reducible a esa tercera.»

Ese «contenido diferenciable» del «valor de cambio» a que se refiere Marx aquí es el «valor»

Ese «algo común» a que se refiere un poco más abajo en el mismo fragmento es también el «valor».

Un poco más adelante Marx nos recuerda:


«El desenvolvimiento de la investigación volverá a conducirnos al valor de cambio como modo de expresión o forma de manifestación necesaria del valor, al que por de pronto, sin embargo, se ha de considerar independientemente de esa forma.»


En este fragmento que acabamos de leer queda bastante claro que Marx  consideraba importante hacer esta distinción para poder entender bien su exposición. Y los próximos fragmentos nos dan la clave de por qué lo consideraba tan importante:


«Para averiguar de qué manera la expresión simple del valor de una mercancía se encierra en la relación de valor entre dos mercancías, es necesario, en un principio, considerar esa relación con total prescindencia de su aspecto cuantitativo. Por regla general se procede precisamente a la inversa, viéndose en la relación de valor tan sólo la proporción en que se equiparan determinadas cantidades de dos clases distintas de mercancías. Se pasa por alto, de esta suerte, que las magnitudes de cosas diferentes no llegan a ser comparables cuantitativamente sino después de su reducción a la misma unidad. Sólo en cuanto expresiones de la misma unidad son magnitudes de la misma denominación, y por tanto conmensurables.»


Es decir: para que yo pueda compararme con un armario tengo que reducirme primero a algo que el armario y yo tengamos en común, por ejemplo la longitud o el peso.

Con las mercancías pasa lo mismo, para que puedan ser comparadas cuantitativamente y para poder establecer una relación de intercambio, un «valor de cambio», primero debemos reducirla a la misma unidad de «valor».

«Ya sea que 20 varas de lienzo = 1 chaqueta, ó = 20 ó = x chaquetas, es decir, ya sea que una cantidad determinada de lienzo valga muchas o pocas chaquetas, en todas esas proporciones siempre está implícito que el lienzo y las chaquetas, en cuanto magnitudes de valor son expresiones de la misma unidad, cosas de igual naturaleza. Lienzo = chaqueta es el fundamento de la ecuación.»


Y en esta última cita queda definitivamente clara la distinción entre el «valor» de una mercancía y su forma de manifestación como «valor de cambio»:


«El valor de la mercancía A se expresa cualitativamente en que la mercancía B es directamente intercambiable por la mercancía A. Cuantitativamente, se expresa en el hecho de que una determinada cantidad de la mercancía B es intercambiable por la cantidad dada de la mercancía A. En otras palabras: el valor de una mercancía se expresa de manera autónoma mediante su presentación como "valor de cambio". Si bien al comienzo de este capítulo dijimos, recurriendo a la terminología en boga, que la mercancía es valor de uso y valor de cambio, esto, hablando con precisión, era falso. La mercancía es valor de uso u objeto para el uso y "valor". Se presenta como ese ente dual que es cuando su valor posee una forma de manifestación propia --la del valor de cambio--, distinta de su forma natural, pero considerada aisladamente nunca posee aquella forma: únicamente lo hace en la relación de valor o de intercambio con una segunda mercancía de diferente clase. Si se tiene esto en cuenta, ese modo de expresión no hace daño y sirve para abreviar.»



¿Qué es una mercancía? (II)

Hace tiempo escribí un texto titulado ¿Que es una mercancía? que fue sometida a crítica por
Señor Rana ( @RanaBolchevique ), las objeciones que me hizo se pueden resumir en una sola, pues las demás creo que se derivan o pueden deducirse de esta:

1- No incluí entre las condiciones de la mercancía la «reproductividad».

Por consiguiente he decidido escribir este complemento para tratar de aclarar este punto.
Vamos allá:

Sabemos que el valor de una mercancía está determinado por el tiempo de trabajo empleado en su producción, ahora bien, ese tiempo de trabajo es tiempo de trabajo socialmente necesario ¿que significa esto? Que no es el tiempo de trabajo que se ha empleado en la producción de un producto concreto cualquiera lo que determina su magnitud de valor, sino el tiempo de trabajo que por termino medio se necesita para fabricar ese producto, es decir, el tiempo de trabajo necesario para producir uno igual, o dicho de otro modo: para re-producirlo (de ahí lo de la reproductividad).
Pongamos un ejemplo: 
Imaginemos que el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de un artículo es de 3 horas, por lo tanto su valor estará determinado por esas 3 horas. Entonces un fabricante implanta una innovación tecnológica en su empresa mediante la cual consigue reducir el tiempo de producción a solo 1 hora, eso le proporciona una ventaja competitiva, pues el tiempo de trabajo socialmente necesario con carácter general sigue siendo de 3 horas y por lo tanto serán esas tres horas las que sigan determinando el valor de ese producto por mucho que él emplée ahora en su empresa solo una hora.
Ahora imaginemos el caso contrario: esa innovación tecnológica se va extendiendo poco a poco y cada vez más empresas la van implantando en sus procesos de producción con lo cual el tiempo socialmente necesario con carácter general se acaba reduciendo a 1 hora, pero no todas las empresas se pueden permitir el cambio con lo cual si antes la excepción era la empresa que solo tardaba 1 hora y la regla general eran 3 horas, ahora la excepción es la empresa que no ha innovado y sigue fabricando a la manera tradicional, pero como ahora el valor esta determinado por una hora de trabajo el productor que siga empleando 3 tendrá una desventaja con respecto a sus competidores porque él emplea ahora más tiempo del socialmente necesario para la producción de ese artículo.
Cuándo se ha comprendido que es el trabajo abstracto, el socialmente necesario, el que determina el valor, y no el trabajo concreto, resulta tan obvia la cuestión de la reproductividad que es fácil que uno cometa el error de no incluirla dando por supuesto que el lector sabe de que trabajo estamos hablando, Señor rana parece saberlo, pero seguramente no muchos de nuestros lectores por lo tanto yo debería haber dejado este punto más claro. 
Otra cuestión derivada del tema de la reproductividad es la definición general de la mercancía, según señor rana una mercancía que no sea reproducible no es mercancía (él le llama pseudomercancía) No estoy de acuerdo: ya había intercambio de productos y por tanto existían mercancías antes de que existiera una sociedad mercantil generalizada y por consiguiente antes de que el trabajo socialmente necesario pudiera determinar el valor de nada. El valor y la mercancía van evolucionando históricamente a la par de modo dialéctico, igual que el huevo y la gallina, por consiguiente dilemas clásicos como ¿que fue antes el huevo o la gallina? dejan de ser irresolubles cuando se analizan de modo dialéctico, la respuesta sería : pues ni el huevo ni la gallina porque ambos van evolucionando a lo largo del tiempo con lo que si fuesemos retrocediendo nos encontraríamos en un momento con algo que no era exactamente una gallina que salió de algo que no era exactamente un huevo o viceversa. Y si retrocedieramos unos cuantos millones de años más ni siquiera seriamos capaces ya de reconocer cual es el huevo y cual la gallina, pues ambos se habrían convertido en algo totalmente diferente.
Con la mercancía ocurre algo parecido, va evolucioonando a lo largo del tiempo desde la forma simple hasta la forma dinero y el valor con ella.

Sr Rana:

He releído la respuesta que tienes publicada a la polémica que tuvimos en su día y solo quiero de momento responder a este punto,

Dices: 

"me parece curioso que no caigas en la contradicción que estás
incurriendo. Primero pones una cita de Marx en la que explícitamente dice que las
mercancías tienen valor por condición de ser fruto del trabajo HUMANO (social). Y
para mi sorpresa, al siguiente párrafo afirmas que con el hecho de tener precio ya es una
mercancía. ¡Pero si más arriba habías dicho lo contrario!¡Aclárese!"

Lo que a mi me parece curioso es que me acuses de confundir valor y precio y luego tu mismo caigas en esa confusión.
Las mercancías tienen valor por que son fruto del trabajo humano (social), hasta aquí ok.
Pero puede haber mercancías que tengan precio sin tener valor (te recuerdo que para Marx la mercancía no es una cosa, es una forma).

Cito textualmente a Marx en el capítulo III:

"La forma del precio, sin embargo, no sólo admite la posibilidad de una incongruencia cuantitativa entre magnitud del valor y precio, o sea entre la magnitud del valor y su propia expresión dineraria, sino que además puede albergar una contradicción cualitativa, de tal modo que, aunque el dinero sólo sea la forma de valor que revisten las mercancías, el precio deje de ser en general la expresión del valor. Cosas que en sí y para sí no son mercancías, como por ejemplo la conciencia, el honor, etc., pueden ser puestas en venta por sus poseedores, adoptando así, merced a su precio, la forma mercantil. Es posible, pues, que una cosa tenga formalmente precio sin tener valor. La expresión en dinero deviene aquí imaginaria, como en ciertas magnitudes matemáticas. Por otra parte, la forma imaginaria del precio --como por ejemplo el precio de la tierra no cultivada, que no tiene valor alguno porque en ella no se ha objetivado ningún trabajo humano-- puede contener una efectiva relación de valor o una relación derivada de ésta."

El Capital 1.2


He sido el primero en exponer críticamente esa naturaleza bifacética del trabajo contenido en la mercancía.

Como este punto es el eje en torno al cual gira la comprensión de la economía política, hemos de dilucidarlo aquí con más detenimiento.

Si (las) cosas no fueran valores de uso cualitativamente diferentes, y por tanto productos de trabajos útiles cualitativamente diferentes...

...en modo alguno podrían contraponerse como mercancías. No se cambia una chaqueta por una chaqueta, un valor de uso por el mismo valor de uso.

La división social del trabajo constituye una condición para la existencia misma de la producción de mercancías...

...Si bien la producción de mercancías no es, a la inversa, condición para la existencia misma de la división social del trabajo.

Sólo los productos de trabajos privados autónomos, recíprocamente independientes, se enfrentan entre sí como mercancías.

Como creador de valores de uso el trabajo es, independientemente de todas las formaciones sociales condición de la existencia humana...

...necesidad natural y eterna de mediar el metabolismo que se da entre el hombre y la naturaleza, y, por consiguiente, de mediar la vida humana.

Si se prescinde del carácter determinado de la actividad productiva y por tanto del carácter útil del trabajo...

...lo que subsiste de éste es el ser un gasto de fuerza de trabajo humana.

El valor de la mercancía representa trabajo humano puro y simple, gasto de trabajo humano en general

gasto de fuerza de trabajo simple que, término medio, todo hombre común, sin necesidad de un desarrollo especial, posee en su organismo

El carácter del trabajo medio simple varía según los diversos países y épocas culturales, pero está dado para una sociedad determinada

Se considera que el trabajo más complejo es igual sólo a trabajo simple potenciado o más bien multiplicado...

...de suerte que una pequeña cantidad de trabajo complejo equivale a una cantidad mayor de trabajo simple.

Por más que una mercancía sea el producto del trabajo más complejo su valor la equipara al producto del trabajo simple...

...y, por consiguiente, no representa más que determinada cantidad de trabajo simple.

Las diversas proporciones en que los distintos tipos de trabajo son reducidos al trabajo simple como a su unidad de medida...

...se establecen a través de un proceso social que se desenvuelve a espaldas de los productores...

...y que por eso a éstos les parece resultado de la tradición.

Si en lo que se refiere al valor de uso el trabajo contenido en la mercancía sólo cuenta cualitativamente...

...en lo que tiene que ver con la magnitud de valor, cuenta sólo cuantitativamente...

...una vez que ese trabajo se halla reducido a la condición de trabajo humano sin más cualidad que ésa...

...Allí, se trataba del cómo y del qué del trabajo, aquí del cuánto, de su duración.

Supongamos que el trabajo necesario para la producción de una chaqueta se duplica, o bien que disminuye a la mitad...

En el primero de los casos una chaqueta valdrá tanto como antes dos

En el segundo, dos de esas prendas sólo valdrán lo que antes una...

...por más que en ambos casos la chaqueta preste los mismos servicios que antes...

...y el trabajo útil contenido en ella sea también ejecutado como siempre...

Pero se ha alterado la cantidad de trabajo empleada para producirlo.

A la masa creciente de la riqueza material puede corresponder una reducción simultánea de su magnitud de valor...

...Este movimiento antitético deriva del carácter bifacético del trabajo.

El mismo trabajo por más que cambie la fuerza productiva, rinde siempre la misma magnitud de valor en los mismos espacios de tiempo...

...Pero en el mismo espacio de tiempo suministra valores de uso en diferentes cantidades...

...más, cuando aumenta la fuerza productiva, y menos cuando disminuye.

Es así como el mismo cambio que tiene lugar en la fuerza productiva y por obra del cual el trabajo se vuelve más fecundo...

...haciendo que aumente la masa de los valores de uso proporcionados por éste, reduce la magnitud de valor de esa masa total acrecentada...

..siempre que abrevie la suma del tiempo de trabajo necesario para la producción de dicha masa. Y viceversa.

Nota:  El texto de esta entrada es una reproducción de los tuits publicados por @DasKapital01 correspondientes al segundo apartado del primer capítulo de El Capital. Para facilitar la lectura los he publicado en el orden cronológico, empezando por el más antiguo. Está muy sintetizado, para mejor comprensión recomiendo leer el texto completo.




















El Capital 1.1


La riqueza de las sociedades en las que domina el modo de producción capitalista se presenta como un "enorme cúmulo de mercancías"

y la mercancía individual como la forma elemental de esa riqueza

Nuestra investigación, por consiguiente, se inicia con el análisis de la mercancía.

La utilidad de una cosa hace de ella un valor de uso

Pero esa utilidad no flota por los aires. Está condicionada por las propiedades del cuerpo de la mercancía, y no existe al margen de ellas

El cuerpo mismo de la mercancía, tal como el hierro, trigo, diamante, etc., es pues un valor de uso o un bien

El valor de uso se efectiviza únicamente en el uso o en el consumo

Los valores de uso constituyen el contenido material de la riqueza, sea cual fuere la forma social de ésta

En la forma de sociedad que hemos de examinar, son a la vez los portadores materiales del valor de cambio

Si ponemos a un lado el valor de uso del cuerpo de las mercancías, únicamente les restará una propiedad: la de ser productos del trabajo

Ese algo común que se manifiesta en la relación de intercambio o en el valor de cambio de las mercancías es, pues, su valor

Un valor de uso o un bien, por ende, sólo tiene valor porque en él está objetivado o materializado trabajo abstractamente humano

Es sólo el tiempo de trabajo socialmente necesario para la producción de un valor de uso, lo que determina su magnitud de valor

En cuanto valores, todas las mercancías son, únicamente, determinada medida de tiempo de trabajo solidificado

Cuanto mayor sea la fuerza productiva del trabajo...

...tanto menor la masa de trabajo cristalizada en él, tanto menor su valor....tanto menor será el tiempo de trabajo requerido para la producción de un artículo...

A la inversa, cuanto menor sea la fuerza productiva del trabajo...

...tanto mayor será el tiempo de trabajo necesario para la producción de un artículo, tanto mayor su valor.

La magnitud de valor de una mercancía varía en razón directa a la cantidad de trabajo efectivizado en ella...

..e inversa a la fuerza productiva de ese trabajo.

Una cosa puede ser valor de uso y no ser valor

Una cosa puede ser útil, y además producto del trabajo humano, y no ser mercancía

Para producir una mercancía, no sólo debe producir valor de uso, sino valores de uso para otros, valores de uso sociales

Para transformarse en mercancía, el producto ha de transferirse a través del intercambio a quien se sirve de él como valor de uso

ninguna cosa puede ser valor si no es un objeto para el uso

Nota:  El texto de esta entrada es una reproducción de los tuits publicados por @DasKapital01 correspondientes al primer apartado del primer capítulo de El Capital. Para facilitar la lectura los he publicado en el orden cronológico, empezando por el más antiguo. Está muy sintetizado, para mejor comprensión recomiendo leer el texto completo.

¿No hay mal que cien años dure?

Fragmento del libro de Benito Pérez-Galdós
"La fe nacional y otros escritos sobre España"
publicado en 1912.

"Los dos partidos que se han concordado para turnarse pacíficamente en el
Poder son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el
presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado los mueve; no mejorarán
en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y
analfabeta. Pasarán unos tras otros dejando todo como hoy se halla, y
llevarán a España a un estado de consunción que, de fijo, ha de acabar en
muerte. No acometerán ni el problema religioso, ni el económico, ni el
educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de
recomendaciones, favores a los amigotes, legislar sin ninguna eficacia
práctica, y adelante con los farolitos... Si nada se puede esperar de las
turbas monárquicas, tampoco debemos tener fe en la grey revolucionaria (...)
No creo ni en los revolucionarios de nuevo cuño ni en los antediluvianos
(...) La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se
está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años,
tal vez lustros, antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis ética,
sea sustituido por otro que traiga nueva sangre y nuevos focos de lumbre
mental"

Tendremos que esperar como mínimo 100 años más para que en este tiempo "si
hay mucha suerte" nazcan personas más sabias y menos chorizos de los que
tenemos actualmente... ¡pobres españoles! lo que nos costara recuperar lo
perdido.

... PUES YA HAN PASADO 101, D. BENITO

YUGO Y ESTRELLA, José Martí


—Dame el yugo, oh mi madre, de manera
 Que puesto en él de pie, luzca en mi frente
Mejor la estrella que ilumina y mata.
 Cuando nací, sin sol, mi madre dijo: 
—Flor de mi seno, Homagno generoso
De mí y del mundo copia suma,
Pez que en ave y corcel y hombre se torna,
Mira estas dos, que con dolor te brindo,
Insignias de la vida: ve y escoge.


Éste, es un yugo: quien lo acepta, goza:
Hace de manso buey, y como presta
Servicio a los señores, duerme en paja
Caliente, y tiene rica y ancha avena.


Ésta, oh misterio que de mí naciste
Cual la cumbre nació de la montaña


Ésta, que alumbra y mata, es una estrella:
Como que riega luz, los pecadores
Huyen de quien la lleva, y en la vida,
Cual un monstruo de crímenes cargado,
Todo el que lleva luz se queda solo.

 
Pero el hombre que al buey sin pena imita,
Buey vuelve a ser, y en apagado bruto
La escala universal de nuevo empieza.
El que la estrella sin temor se ciñe,
¡Como que crea, crece!


                                      Cuando al mundo
De su copa el licor vació ya el vivo:
Cuando, para manjar de la sangrienta
Fiesta humana, sacó contento y grave
Su propio corazón: cuando a los vientos
De Norte y Sur virtió su voz sagrada,—
La estrella como un manto, en luz lo envuelve,
Se enciende, como a fiesta, el aire claro,
Y el vivo que a vivir no tuvo miedo,
¡Se oye que un paso más sube en la sombra!


—Dame el yugo, oh mi madre, de manera
Que puesto en él de pie, luzca en mi frente
Mejor la estrella que ilumina y mata.

Axolotl, Julio Cortázar

Hubo un tiempo en que yo pensaba mucho en los axolotl. Iba a verlos al acuario del Jardín des Plantes y me quedaba horas mirándolos, observando su inmovilidad, sus oscuros movimientos. Ahora soy un axolotl.

El azar me llevó hasta ellos una mañana de primavera en que París abría su cola de pavo real después de la lenta invernada. Bajé por el bulevar de Port Royal, tomé St. Marcel y L’Hôpital, vi los verdes entre tanto gris y me acordé de los leones. Era amigo de los leones y las panteras, pero nunca había entrado en el húmedo y oscuro edificio de los acuarios. Dejé mi bicicleta contra las rejas y fui a ver los tulipanes. Los leones estaban feos y tristes y mi pantera dormía. Opté por los acuarios, soslayé peces vulgares hasta dar inesperadamente con los axolotl. Me quedé una hora mirándolos, y salí incapaz de otra cosa.

En la biblioteca Saint-Geneviève consulté un diccionario y supe que los axolotl son formas larvales, provistas de branquias, de una especie de batracios del género amblistoma. Que eran mexicanos lo sabía ya por ellos mismos, por sus pequeños rostros rosados aztecas y el cartel en lo alto del acuario. Leí que se han encontrado ejemplares en África capaces de vivir en tierra durante los períodos de sequía, y que continúan su vida en el agua al llegar la estación de las lluvias. Encontré su nombre español, ajolote, la mención de que son comestibles y que su aceite se usaba (se diría que no se usa más) como el de hígado de bacalao.

No quise consultar obras especializadas, pero volví al día siguiente al Jardin des Plantes. Empecé a ir todas las mañanas, a veces de mañana y de tarde. El guardián de los acuarios sonreía perplejo al recibir el billete. Me apoyaba en la barra de hierro que bordea los acuarios y me ponía a mirarlos. No hay nada de extraño en esto porque desde un primer momento comprendí que estábamos vinculados, que algo infinitamente perdido y distante seguía sin embargo uniéndonos. Me había bastado detenerme aquella primera mañana ante el cristal donde unas burbujas corrían en el agua. Los axolotl se amontonaban en el mezquino y angosto (sólo yo puedo saber cuán angosto y mezquino) piso de piedra y musgo del acuario. Había nueve ejemplares y la mayoría apoyaba la cabeza contra el cristal, mirando con sus ojos de oro a los que se acercaban. Turbado, casi avergonzado, sentí como una impudicia asomarme a esas figuras silenciosas e inmóviles aglomeradas en el fondo del acuario. Aislé mentalmente una situada a la derecha y algo separada de las otras para estudiarla mejor. Vi un cuerpecito rosado y como translúcido (pensé en las estatuillas chinas de cristal lechoso), semejante a un pequeño lagarto de quince centímetros, terminado en una cola de pez de una delicadeza extraordinaria, la parte más sensible de nuestro cuerpo. Por el lomo le corría una aleta transparente que se fusionaba con la cola, pero lo que me obsesionó fueron las patas, de una finura sutilísima, acabadas en menudos dedos, en uñas minuciosamente humanas. Y entonces descubrí sus ojos, su cara, dos orificios como cabezas de alfiler, enteramente de un oro transparente carentes de toda vida pero mirando, dejándose penetrar por mi mirada que parecía pasar a través del punto áureo y perderse en un diáfano misterio interior. Un delgadísimo halo negro rodeaba el ojo y los inscribía en la carne rosa, en la piedra rosa de la cabeza vagamente triangular pero con lados curvos e irregulares, que le daban una total semejanza con una estatuilla corroída por el tiempo. La boca estaba disimulada por el plano triangular de la cara, sólo de perfil se adivinaba su tamaño considerable; de frente una fina hendedura rasgaba apenas la piedra sin vida. A ambos lados de la cabeza, donde hubieran debido estar las orejas, le crecían tres ramitas rojas como de coral, una excrescencia vegetal, las branquias supongo. Y era lo único vivo en él, cada diez o quince segundos las ramitas se enderezaban rígidamente y volvían a bajarse. A veces una pata se movía apenas, yo veía los diminutos dedos posándose con suavidad en el musgo. Es que no nos gusta movernos mucho, y el acuario es tan mezquino; apenas avanzamos un poco nos damos con la cola o la cabeza de otro de nosotros; surgen dificultades, peleas, fatiga. El tiempo se siente menos si nos estamos quietos.

Fue su quietud la que me hizo inclinarme fascinado la primera vez que vi a los axolotl. Oscuramente me pareció comprender su voluntad secreta, abolir el espacio y el tiempo con una inmovilidad indiferente. Después supe mejor, la contracción de las branquias, el tanteo de las finas patas en las piedras, la repentina natación (algunos de ellos nadan con la simple ondulación del cuerpo) me probó que eran capaz de evadirse de ese sopor mineral en el que pasaban horas enteras. Sus ojos sobre todo me obsesionaban. Al lado de ellos en los restantes acuarios, diversos peces me mostraban la simple estupidez de sus hermosos ojos semejantes a los nuestros. Los ojos de los axolotl me decían de la presencia de una vida diferente, de otra manera de mirar. Pegando mi cara al vidrio (a veces el guardián tosía inquieto) buscaba ver mejor los diminutos puntos áureos, esa entrada al mundo infinitamente lento y remoto de las criaturas rosadas. Era inútil golpear con el dedo en el cristal, delante de sus caras no se advertía la menor reacción. Los ojos de oro seguían ardiendo con su dulce, terrible luz; seguían mirándome desde una profundidad insondable que me daba vértigo.

Y sin embargo estaban cerca. Lo supe antes de esto, antes de ser un axolotl. Lo supe el día en que me acerqué a ellos por primera vez. Los rasgos antropomórficos de un mono revelan, al revés de lo que cree la mayoría, la distancia que va de ellos a nosotros. La absoluta falta de semejanza de los axolotl con el ser humano me probó que mi reconocimiento era válido, que no me apoyaba en analogías fáciles. Sólo las manecitas... Pero una lagartija tiene también manos así, y en nada se nos parece. Yo creo que era la cabeza de los axolotl, esa forma triangular rosada con los ojitos de oro. Eso miraba y sabía. Eso reclamaba. No eran animales.

Parecía fácil, casi obvio, caer en la mitología. Empecé viendo en los axolotl una metamorfosis que no conseguía anular una misteriosa humanidad. Los imaginé conscientes, esclavos de su cuerpo, infinitamente condenados a un silencio abisal, a una reflexión desesperada. Su mirada ciega, el diminuto disco de oro inexpresivo y sin embargo terriblemente lúcido, me penetraba como un mensaje: «Sálvanos, sálvanos». Me sorprendía musitando palabras de consuelo, transmitiendo pueriles esperanzas. Ellos seguían mirándome inmóviles; de pronto las ramillas rosadas de las branquias se enderezaban. En ese instante yo sentía como un dolor sordo; tal vez me veían, captaban mi esfuerzo por penetrar en lo impenetrable de sus vidas. No eran seres humanos, pero en ningún animal había encontrado una relación tan profunda conmigo. Los axolotl eran como testigos de algo, y a veces como horribles jueces. Me sentía innoble frente a ellos, había una pureza tan espantosa en esos ojos transparentes. Eran larvas, pero larva quiere decir máscara y también fantasma. Detrás de esas caras aztecas inexpresivas y sin embargo de una crueldad implacable, ¿qué imagen esperaba su hora?

Les temía. Creo que de no haber sentido la proximidad de otros visitantes y del guardián, no me hubiese atrevido a quedarme solo con ellos. «Usted se los come con los ojos», me decía riendo el guardián, que debía suponerme un poco desequilibrado. No se daba cuenta de que eran ellos los que me devoraban lentamente por los ojos en un canibalismo de oro. Lejos del acuario no hacía mas que pensar en ellos, era como si me influyeran a distancia. Llegué a ir todos los días, y de noche los imaginaba inmóviles en la oscuridad, adelantando lentamente una mano que de pronto encontraba la de otro. Acaso sus ojos veían en plena noche, y el día continuaba para ellos indefinidamente. Los ojos de los axolotl no tienen párpados.

Ahora sé que no hubo nada de extraño, que eso tenía que ocurrir. Cada mañana al inclinarme sobre el acuario el reconocimiento era mayor. Sufrían, cada fibra de mi cuerpo alcanzaba ese sufrimiento amordazado, esa tortura rígida en el fondo del agua. Espiaban algo, un remoto señorío aniquilado, un tiempo de libertad en que el mundo había sido de los axolotl. No era posible que una expresión tan terrible que alcanzaba a vencer la inexpresividad forzada de sus rostros de piedra, no portara un mensaje de dolor, la prueba de esa condena eterna, de ese infierno líquido que padecían. Inútilmente quería probarme que mi propia sensibilidad proyectaba en los axolotl una conciencia inexistente. Ellos y yo sabíamos. Por eso no hubo nada de extraño en lo que ocurrió. Mi cara estaba pegada al vidrio del acuario, mis ojos trataban una vez mas de penetrar el misterio de esos ojos de oro sin iris y sin pupila. Veía de muy cerca la cara de una axolotl inmóvil junto al vidrio. Sin transición, sin sorpresa, vi mi cara contra el vidrio, en vez del axolotl vi mi cara contra el vidrio, la vi fuera del acuario, la vi del otro lado del vidrio. Entonces mi cara se apartó y yo comprendí.

Sólo una cosa era extraña: seguir pensando como antes, saber. Darme cuenta de eso fue en el primer momento como el horror del enterrado vivo que despierta a su destino. Afuera mi cara volvía a acercarse al vidrio, veía mi boca de labios apretados por el esfuerzo de comprender a los axolotl. Yo era un axolotl y sabía ahora instantáneamente que ninguna comprensión era posible. Él estaba fuera del acuario, su pensamiento era un pensamiento fuera del acuario. Conociéndolo, siendo él mismo, yo era un axolotl y estaba en mi mundo. El horror venía -lo supe en el mismo momento- de creerme prisionero en un cuerpo de axolotl, transmigrado a él con mi pensamiento de hombre, enterrado vivo en un axolotl, condenado a moverme lúcidamente entre criaturas insensibles. Pero aquello cesó cuando una pata vino a rozarme la cara, cuando moviéndome apenas a un lado vi a un axolotl junto a mí que me miraba, y supe que también él sabía, sin comunicación posible pero tan claramente. O yo estaba también en él, o todos nosotros pensábamos como un hombre, incapaces de expresión, limitados al resplandor dorado de nuestros ojos que miraban la cara del hombre pegada al acuario.

Él volvió muchas veces, pero viene menos ahora. Pasa semanas sin asomarse. Ayer lo vi, me miró largo rato y se fue bruscamente. Me pareció que no se interesaba tanto por nosotros, que obedecía a una costumbre. Como lo único que hago es pensar, pude pensar mucho en él. Se me ocurre que al principio continuamos comunicados, que él se sentía más que nunca unido al misterio que lo obsesionaba. Pero los puentes están cortados entre él y yo porque lo que era su obsesión es ahora un axolotl, ajeno a su vida de hombre. Creo que al principio yo era capaz de volver en cierto modo a él -ah, sólo en cierto modo-, y mantener alerta su deseo de conocernos mejor. Ahora soy definitivamente un axolotl, y si pienso como un hombre es sólo porque todo axolotl piensa como un hombre dentro de su imagen de piedra rosa. Me parece que de todo esto alcancé a comunicarle algo en los primeros días, cuando yo era todavía él. Y en esta soledad final, a la que él ya no vuelve, me consuela pensar que acaso va a escribir sobre nosotros, creyendo imaginar un cuento va a escribir todo esto sobre los axolotl.

Llamadas telefónicas, Roberto Bolaño

B está enamorado de X. Por supuesto, se trata de un amor desdichado. B, en una época de su vida, estuvo dispuesto a hacer todo por X, más o menos lo mismo que piensan y dicen todos los enamorados.
X rompe con él. X rompe con él por teléfono. Al principio, por supuesto, B sufre, pero a la larga, como es usual, se repone. La vida, como dicen en las telenovelas, continúa. Pasan los años.
Una noche en que no tiene nada que hacer, B consigue, tras dos llamadas telefónicas, ponerse en contacto con X. Ninguno de los dos es joven y eso se nota en sus voces que cruzan España de una punta a la otra. Renace la amistad y al cabo de unos días deciden reencontrarse. Ambas partes arrastran divorcios, nuevas enfermedades, frustraciones.
Cuando B toma el tren para dirigirse a la ciudad de X, aún no está enamorado. El primer día lo pasan encerrados en casa de X, hablando de sus vidas (en realidad quien habla es X, B escucha y de vez en cuando pregunta); por la noche X lo invita a compartir su cama. B en el fondo no tiene ganas de acostarse con X, pero acepta.
Por la mañana, al despertar, B está enamorado otra vez. ¿Pero está enamorado de X o está enamorado de la idea de estar enamorado?
La relación es problemática e intensa: X cada día bordea el suicidio, está en tratamiento psiquiátrico (pastillas, muchas pastillas que sin embargo en nada la ayudan), llora a menudo y sin causa aparente.
Así que B cuida a X. Sus cuidados son cariñosos, diligentes, pero también son torpes.
Sus cuidados remedan los cuidados de un enamorado verdadero.
B no tarda en darse cuenta de esto. Intenta que salga de su depresión, pero sólo consigue llevar a X a un callejón sin salida o que X estima sin salida.
A veces, cuando está solo o cuando observa a X dormir, B también piensa que el callejón no tiene salida. Intenta recordar a sus amores perdidos como una forma de antídoto, intenta convencerse de que puede vivir sin X, de que puede salvarse solo. Una noche X le pide que se marche y B coge el tren y abandona la ciudad. X va a la estación a despedirlo. La despedida es afectuosa y desesperada. B viaja en litera pero no puede dormir hasta muy tarde. Cuando por fin cae dormido sueña con un mono de nieve que camina por el desierto. El camino del mono es limítrofe, abocado probablemente al fracaso.
Pero el mono prefiere no saberlo y su astucia se convierte en su voluntad: camina de noche, cuando las estrellas heladas barren el desierto.
Al despertar (ya en la Estación de Sants, en Barcelona) B cree comprender el significado del sueño (si lo tuviera) y es capaz de dirigirse a su casa con un mínimo consuelo. Esa noche llama a X y le cuenta el sueño. X no dice nada. Al día siguiente vuelve a llamar a X. Y al siguiente. La actitud de X cada vez es más fría, como si con cada llamada B se estuviera alejando en el tiempo.
Estoy desapareciendo, piensa B. Me está borrando y sabe qué hace y por qué lo hace. Una noche B amenaza a X con tomar el tren y plantarse en su casa al día siguiente. Ni se te ocurra, dice X. Voy a ir, dice B, ya no soporto estas llamadas telefónicas, quiero verte la cara cuando te hablo. No te abriré la puerta, dice X y luego cuelga. B no entiende nada.
Durante mucho tiempo piensa cómo es posible que un ser humano pase de un extremo a otro en sus sentimientos, en sus deseos. Luego se emborracha o busca
consuelo en un libro. Pasan los días.
Una noche, medio año después, B llama a X por teléfono. X tarda en reconocer su voz.
Ah, eres tú, dice. La frialdad de X es de aquellas que erizan los pelos. B percibe, no obstante, que X quiere decirle algo. Me escucha como si no hubiera pasado el tiempo,piensa, como si hubiéramos hablado ayer. ¿Cómo estás?, dice B. Cuéntame algo, dice B. X contesta con monosílabos y al cabo de un rato cuelga. Perplejo, B vuelve a discar el número de X. Cuando contestan, sin embargo, B prefiere mantenerse en silencio. Al otro lado, la voz de X dice: bueno, quién es. Silencio. Luego dice: diga, y se calla. El tiempo —el tiempo que separaba a B de X y que B no lograba comprender— pasa por la línea telefónica, se comprime, se estira, deja ver una parte de su naturaleza. B, sin darse cuenta,se ha puesto a llorar. Sabe que X sabe que es él quien llama. Después, silenciosamente,cuelga. 
Hasta aquí la historia es vulgar; lamentable, pero vulgar. B entiende que no debe
telefonear nunca más a X.
Un día llaman a la puerta y aparecen A y Z. Son policías y desean interrogarlo. B inquiere el motivo. A es remiso a dárselo; Z, después de un torpe rodeo, se lo dice. Hace tres días, en el otro extremo de España, alguien ha asesinado a X. Al principio B se derrumba, después comprende que él es uno de los sospechosos y su instinto de supervivencia lo lleva a ponerse en guardia. Los policías preguntan por dos días en concreto. B no recuerda qué ha hecho, a quién ha visto en esos días. Sabe, cómo no lo va a saber, que no se ha movido de Barcelona, que de hecho no se ha movido de su barrio y de su casa, pero no puede probarlo. Los policías se lo llevan. B pasa la noche en la comisaría.
En un momento del interrogatorio cree que lo trasladarán a la ciudad de X y la posibilidad,extrañamente, parece seducirlo, pero finalmente eso no sucede. Toman sus huellas dactilares y le piden autorización para hacerle un análisis de sangre. B acepta. A la mañana siguiente lo dejan irse a su casa. Oficialmente, B no ha estado detenido, sólo se ha prestado a colaborar con la policía en el esclarecimiento de un asesinato. Al llegar a su casa B se echa en la cama y se queda dormido de inmediato. Sueña con un desierto, sueña con el rostro de X, poco antes de despertar comprende que ambos son lo mismo. No le cuesta demasiado inferir que él se encuentra perdido en el desierto.
Por la noche mete algo de ropa en un bolso y se dirige a la estación en donde toma
un tren con destino a la ciudad de X. Durante el viaje, que dura toda la noche, de una punta a otra de España, no puede dormir y se dedica a pensar en todo lo que pudo haber hecho y no hizo, en todo lo que pudo darle a X y no le dio. También piensa: si yo fuera el muerto X no haría este viaje a la inversa. Y piensa: por eso,precisamente, soy yo el que está vivo.
Durante el viaje, insomne, contempla a X por primera vez en su real estatura, vuelve a sentir amor por X y se desprecia a sí mismo, casi con desgana, por última vez. Al llegar,muy temprano, va directamente a casa del hermano de X. Éste queda sorprendido y confuso, sin embargo lo invita a pasar, le ofrece un café. El hermano de X está con la cara recién lavada y a medio vestir. No se ha duchado, constata B, sólo se ha lavado la cara y pasado algo de agua por el pelo. B acepta el café, luego le dice que se acaba de enterar del asesinato de X, que la policía lo ha interrogado, que le explique qué ha ocurrido. Ha sido algo muy triste, dice el hermano de X mientras prepara el café en la cocina, pero no veo qué tienes que ver tú con todo esto. La policía cree que puedo ser el asesino, dice B. El hermano de X se ríe. Tú siempre tuviste mala suerte, dice. Es extraño que me diga eso, piensa B,cuando yo soy precisamente el que está vivo. Pero también le agradece que no ponga en duda su inocencia. Luego el hermano de X se va a trabajar y B se queda en su casa. Al cabo de un rato, agotado, cae en un sueño profundo. X, como no podía ser menos, aparece en su sueño.
Al despertar cree saber quién es el asesino. Ha visto su rostro. Esa noche sale con el hermano de X, entran en bares y hablan de cosas banales y por más que procuran emborracharse no lo consiguen. Cuando vuelven a casa, caminando por calles vacías, B le dice que una vez llamó a X y que no habló. Qué putada, dice el hermano de X. Sólo lo hice una vez, dice B, pero entonces comprendí que X solía recibir ese tipo de llamadas. Y creía que era yo. ¿Lo entiendes?, dice B. ¿El asesino es el tipo de las llamadas anónimas?,pregunta el hermano de X. Exacto, dice B. Y X pensaba que era yo. El hermano de X arruga el entrecejo; yo creo, dice, que el asesino es uno de sus ex amantes, mi hermana tenía muchos pretendientes. B prefiere no contestar (el hermano de X, a su parecer, no ha entendido nada) y ambos permanecen en silencio hasta llegar a casa.
En el ascensor B siente deseos de vomitar. Lo dice: voy a vomitar. Aguántate, dice
el hermano de X. Luego caminan aprisa por el pasillo, el hermano de X abre la puerta y B entra disparado buscando el cuarto de baño. Pero al llegar allí ya no tiene ganas de vomitar. Está sudando y le duele el estómago, pero no puede vomitar. El inodoro, con la tapa levantada, le parece una boca toda encías riéndose de él. O riéndose de alguien, en todo caso. Después de lavarse la cara se mira en el espejo: su rostro está blanco como una hoja de papel. Lo que resta de noche apenas puede dormir y se lo pasa intentando leer y escuchando los ronquidos del hermano de X. Al día siguiente se despiden y B vuelve a Barcelona. Nunca más visitaré esta ciudad, piensa, porque X ya no está aquí.
Una semana después el hermano de X lo llama por teléfono para decirle que la
policía ha cogido al asesino. El tipo molestaba a X, dice el hermano, con llamadas
anónimas. B no responde. Un antiguo enamorado, dice el hermano de X. Me alegra saberlo,dice B, gracias por llamarme. Luego el hermano de X cuelga y B se queda solo.
"Hay una cosa que el animal no hace: no hace huellas falsas para hacernos creer que son falsas. No hace huellas falsamente falsas, lo cual es un comportamiento no diré esencialmente humano sino esencialmente significante.
Aquí está el límite. Entiéndanme bien: huellas hechas para que se las crea falsas y que sin embargo, son las huellas de mi verdadero paso, y esto es lo que quiero decir al decir que aquí se presentifica un sujeto, Cuando una huella fue hecha para que se la tome por una falsa huella, aquí sabemos que hay, como tal, un sujeto hablante, y sabemos que hay un sujeto como causa".
 Jacques Lacan - Seminario 10 La angustia

El hombre ilustrado, Ray Bradbury

En una tarde calurosa de principios de septiembre me encontré por primera vez con el hombre ilustrado. Yo caminaba por una carretera asfaltada, recorriendo la última etapa de una excursión de quince días por el Estado de Wisconsin. Al atardecer me detuve, comí un poco de carne de cerdo, unas habas y un bizcocho. Me preparaba a descansar y leer cuando el hombre ilustrado apareció sobre la colina. Su figura se recortó brevemente contra el cielo.

Yo no sabía entonces que era ilustrado; sólo vi que era alto, que alguna vez había sido esbelto, y que ahora, por alguna razón, comenzaba a engordar. Recuerdo que tenía los brazos largos y las manos anchas, y un rostro infantil en lo alto de un cuerpo macizo.

Me hablo antes de verme, como si hubiese adivinado mi presencia.

-Señor, ¿sabe usted dónde podría encontrar trabajo?

-Temo que no -le respondí.

-Cuarenta años y nunca he tenido un trabajo duradero -me dijo.
Aunque hacía mucho calor, el hombre ilustrado llevaba una camisa de lana, cerrada hasta el cuello. Los puños de las mangas le ocultaban las anchas muñecas. La transpiración le corría por la cara. Y sin embargo no se abría la camisa.

-Bien -me dijo al fin-, este lugar es tan bueno como cualquiera para pasar la noche. ¿No lo molesto?

-Si usted quiere, me sobra un poco de comida -le invité.

Se sentó pesadamente y lanzó un gruñido.

-Se arrepentirá de haberme invitado -me dijo-. Todos se arrepienten. Por eso no paro en ningún sitio.

Aquí estamos, a principios de septiembre, en lo mejor de la temporada de las ferias. Tendría que estar ganando montones de dinero en el parque de diversiones de cualquier pueblo, y aquí me tiene, sin ninguna perspectiva.

El hombre ilustrado se sacó un enorme zapato y lo examinó con atención.

-Comúnmente conservo mi empleo diez días. Luego algo ocurre, y me despiden. Hoy ningún hombre, de ninguna feria del país se atrevería a tocarme, ni con una pértiga de tres metros.

-¿Qué le pasa? -le pregunté.

El hombre me respondió desabotonándose lentamente el cuello apretado. Cerró los ojos, y con movimientos muy lentos se abrió la camisa. Luego, con la punta de los dedos, se tocó la piel.

-Es curioso -dijo con los ojos todavía cerrados-. No se las siente, pero están ahí. No dejo de pensar que algún día miraré y ya no estarán. Camino al sol durante horas, en los días más calurosos, cocinándome y esperando que el sudor las borre, que el sol las queme; pero llega la noche, y están todavía ahí.

El hombre ilustrado volvió hacia mí la cabeza, mostrándome el pecho.

-¿Están todavía ahí? -me preguntó.

Durante unos instantes no respiré.

-Si -dije-, están todavía ahí.

Las ilustraciones.

-Me cierro la camisa a causa de los niños -dijo el hombre abriendo los ojos-. Me siguen por el campo. Todo el mundo quiere ver las imágenes, y sin embargo nadie quiere verlas.

El hombre se sacó la camisa y la apretó entre las manos. Tenía el pecho cubierto de ilustraciones, desde el anillo azul, tatuado alrededor del cuello, hasta la línea de la cintura.

-Y así en todas partes -me dijo adivinándome el pensamiento-. Estoy totalmente tatuado. Mire.

Abrió la mano. En la mano se veía una rosa recién cortada, con unas gotas de agua cristalina entre los suaves pétalos rojizos. Extendí la mano para tocarla, pero era sólo una ilustración.

En cuanto al resto, no sé cómo pude quedarme quieto y mirar. El hombre ilustrado era una acumulación de cohetes, y fuentes, y personas, dibujados y coloreados con tanta minuciosidad que uno creía oír las voces y los murmullos apagados de las multitudes que habitaban su cuerpo. Cuando la carne se estremecía, las manitas rosadas gesticulaban, los labios menudos se movían, en los ojitos verdes y dorados se cerraban los párpados. Había prados amarillos y ríos azules, y montañas y estrellas y soles y planetas, extendidos por el pecho del hombre ilustrado como una vía láctea. Las gentes se dividían en veinte o más grupos, instalados en los brazos, los hombros, las espaldas, los costados, las muñecas y la parte alta del vientre. Se los veía en bosques de vello,
escondidos en una constelación de pecas, o hundidos en las cavernas de las axilas, con
ojos resplandecientes como diamantes. Cada grupo parecía dedicado a su propia
actividad; cada grupo era toda una galería de retratos.

-¡Oh! ¡Son hermosas! -exclamé.

¿Cómo podría describir las ilustraciones? Si en lo mejor de su carrera el Greco hubiese pintado miniaturas, no mayores que tu mano, infinitamente detalladas, con sus colores sulfurosos y sus deformaciones, quizá hubiera utilizado para su arte el cuerpo de este hombre. Los colores ardían en tres dimensiones. Eran como ventanas abiertas a mundos luminosos. Aquí, reunidas en un muro, estaban las más hermosas escenas del universo. El hombre ilustrado era un museo ambulante. No era ésta la obra de esos ordinarios tatuadores de feria que trabajan con tres colores y un aliento que huele a alcohol. Era el trabajo de un genio; una obra vibrante, clara y hermosa.

-Ah, si -dijo el hombre ilustrado-, mis ilustraciones. Me siento tan orgulloso de ellas que me gustaría destruirlas. He probado con papel de lija, con ácidos, con un cuchillo...

El sol se ponía. La luna se levantaba ya por el este.

-Pues estas ilustraciones -afirmó el hombre-, predicen el futuro.

No dije nada.

-Todo está bien a la luz del sol -continuó-. Puedo emplearme entonces en una feria. Pero de noche... Las pinturas se mueven. Las imágenes cambian.

Creo que sonreí.

-¿Desde cuándo está usted ilustrado?

-Desde el año 1900. Yo tenía entonces veinte años y trabajaba en un parque de diversiones. Me rompí una pierna. No podía moverme. Tenía que hacer algo para no perder el empleo, y entonces decidí tatuarme.

-Pero ¿quién lo tatuó? ¿Qué pasó con el artista?

-La mujer volvió al futuro -dijo el hombre-. Así es. Vivía en una casita en el interior de Wisconsin, no muy lejos de aquí. Una vieja bruja que en un momento parecía tener cien años y poco después no más de veinte. Me dijo que ella podía viajar por el tiempo. Yo me reí. Pero ahora sé que decía la verdad.

-¿Cómo la conoció?

El hombre ilustrado me lo dijo. Había visto el letrero al lado del camino. ¡ILUSTRACIONES EN LA PIEL! ¡Ilustraciones, y no tatuajes! ¡Ilustraciones artísticas! Y allí había estado, toda la noche, mientras las mágicas agujas lo mordían y picaban como avispas y abejas delicadas. A la mañana parecía un hombre que hubiese caído bajo una prensa multicolor: tenía el cuerpo brillante y cubierto de figuras.

-He buscado a esa bruja todos los veranos, durante casi medio siglo -dijo el hombre extendiendo los brazos-. Cuando la encuentre, la mataré.

El sol se había ido. Brillaban ya las primeras estrellas y la luna iluminaba los pastos y las espigas. Las imágenes del hombre ilustrado resplandecían en la sombra como carbones encendidos, como esmeraldas y rubíes con los colores de Rouault y de Picasso, y los cuerpos enjutos y alargados del Greco.

-Cuando las imágenes empiezan a moverse, me despiden. Ocurren cosas terribles en mis ilustraciones. Cada una es un cuento. Si usted las mira atentamente unos pocos minutos, le contarán una historia. Si las mira tres horas, las narraciones serán treinta o cuarenta, y usted oirá voces, y pensamientos. Todo está aquí, en mi piel; no hay más que mirar. Pero sobre todo, hay cierto lugar de mi espalda... -El hombre ilustrado se volvió-. ¿Ve? Sobre mi omóplato derecho no hay ningún dibujo. Sólo una mancha de color.

-Si.

-Cuando he estado con alguien un rato, ese omóplato se cubre de sombras, y se convierte en un dibujo. Si estoy con una mujer, al cabo de una hora su rostro aparece ahí, en mi espalda, y ella ve toda su vida... cómo vivirá y cómo morirá, qué parecerá cuando tenga sesenta años. Y si me encuentro con un hombre, una hora después su retrato aparece también en mi espalda. Y el hombre se ve a si mismo cayendo en un precipicio, o aplastado por un tren... Entonces me despiden.

El hombre hablaba y al mismo tiempo movía las manos sobre las ilustraciones, como para ajustar los marcos y sacarles el polvo, con los ademanes de un conocedor, de un aficionado al arte. Al fin se tendió de espaldas, a la luz de la luna. Era una noche calurosa, serena y sofocante. Nos habíamos sacado la camisa.

-¿Y nunca encontró a la vieja?

-Nunca.

-¿Y cree usted que venía del futuro?

-¿Cómo, si no, podría conocer estas historias que me pintó sobre la piel?

El hombre, fatigado, cerro los ojos.

-A veces, de noche -dijo débilmente-, siento las figuras. como hormigas sobre la piel. Sé lo que pasa entonces y lo que tiene que pasar. Yo nunca las miro. Trato de olvidarme. No debemos mirarlas. No las mire usted tampoco, se lo advierto. Vuélvame la espalda cuando se vaya a dormir.

Yo estaba acostado no muy lejos. El hombre no tenía, aparentemente, un carácter violento, y las ilustraciones eran tan hermosas... Yo me hubiese ido lejos de toda esa charla. Pero las ilustraciones... Dejé que los ojos se me llenaran de imágenes. Con esos cuadros sobre el cuerpo, cualquiera podía perder la cabeza. La noche era serena. Yo podía oír la respiración del hombre ilustrado, bañado por la luna. Los grillos cantaban dulcemente en las hondonadas lejanas. Me puse de costado para ver mejor las ilustraciones. Pasó, quizá, una media hora. Yo no sabía si el hombre ilustrado se había dormido, pero de pronto lo oí respirar:

-Se mueven, ¿no es cierto?

Esperé un minuto. Y luego dije:

-Sí.

Las imágenes se movían, Una por vez, uno o dos minutos. Allí, a la luz de la luna, con el menudo tintineo de los pensamientos y las voces distantes como voces del mar, se desarrollaron los dramas. No sé si esos dramas duraron una hora o dos. Sólo sé que me quedé allí, inmóvil, fascinado, mientras las estrellas giraban en el cielo.

Dieciocho ilustraciones, dieciocho cuentos. los conté uno a uno.

Primero, mis ojos se posaron en una escena, una casa grande con dos personas. Vi unos buitres que volaban en un cielo rosado y ardiente. Vi leones amarillos, y oí voces.

La primera ilustración tembló y se animó.

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D. FORMA DE DINERO

20 varas de lienzo 
1 chaqueta 
10 libras de té 
40 libras de café             = 2 onzas de oro
1 quarter de trigo 
½ tonelada de hierro
x mercancía A

Los detectives salvajes, Roberto Bolaño

Voy a contarles algo acerca del honor de los poetas. Hubo una época en que yo no tenía dinero ni tenía el nombre que ahora tengo: estaba en el paro y me llamaba Pedro García Fernández. Pero tenía talento y era amable. Conocí a una mujer. Conocí a muchas mujeres, pero sobre todo conocí a una mujer. Esta mujer, cuyo nombre es preferible dejar en el anonimato, se enamoró de mí. Ella trabajaba en Correos. Era funcionaría de Correos, decía yo cuando los amigos me preguntaban qué hacía mi mujer. En realidad eso era un eufemismo para no decir que ella era cartera. Vivimos juntos durante un tiempo.
Por las mañanas mi mujer salía a trabajar y no regresaba hasta las cinco de la tarde. Yo me levantaba cuando oía el leve ruido que hacía la puerta al cerrarse (ella era delicada con mi descanso) y me ponía a escribir. Escribía sobre cosas elevadas. Jardines, castillos perdidos, cosas así. Después, cuando me cansaba, leía. Pío Baroja, Unamuno, Antonio y Manuel Machado, Azorín. A la hora de comer, salía a la calle, a un restaurante en donde me conocían. Por la tarde, corregía. Cuando ella regresaba del trabajo solíamos hablar durante un rato, ¿pero de qué podía hablar un literato con una cartera? Yo hablaba de lo que había escrito, de lo que planeaba escribir: una glosa sobre Manuel Machado, un poema sobre el Espíritu Santo, un ensayo cuya primera frase era: a mí también me duele España. Ella hablaba de las calles que había recorrido y de las cartas que había repartido. Hablaba de los sellos, algunos rarísimos, y de las caras que había entrevisto en su larga mañana de repartidora de cartas.
Después, cuando ya no aguantaba más, le decía adiós y me iba a vagabundear por los bares de Madrid. A veces acudía a presentaciones de libros. Más que nada por las copas gratis y por los canapés. Iba a la Casa de América y escuchaba a los orondos escritores hispanoamericanos. Iba al Ateneo y escuchaba a los satisfechos escritores españoles. Más tarde me reunía con amigos y hablábamos de nuestras obras o nos íbamos todos juntos a visitar al Maestro. Pero por sobre la chachara literaria yo seguía escuchando el ruido de los zapatos sin tacones de mi mujer que recorría su zona de reparto una y otra vez, silenciosa, arrastrando su bolsón amarillo o su carrito amarillo, eso dependía del grueso de la correspondencia a entregar, y entonces me desconcentraba, mi lengua, segundos antes ingeniosa, punzante, se volvía de trapo y me sumía en un hosco e involuntario silencio que los demás, incluido nuestro Maestro, solían interpretar, por suerte para mí, como una muestra de mi talante reflexivo, reconcentrado, filosófico.
A veces, cuando volvía a casa a las tantas de la madrugada, me detenía en el barrio en el que ella solía trabajar y remedaba, simulaba, imitaba con gestos entre militares y fantasmales, su rutina diaria. Al final terminaba vomitando y llorando apoyado en un árbol, preguntándome a mí mismo cómo era posible que yo pudiera convivir con esa mujer. Nunca encontré respuestas o las que encontré no resultaban plausibles, pero lo cierto es que no la dejé. Vivimos juntos durante mucho tiempo. A veces, en un alto en la escritura y para consolarme, me decía que peor hubiera sido que fuera carnicera. Yo hubiera preferido, más que nada por seguir la moda, que fuera policía. Policía era mejor que cartera. Cartera, sin embargo, era mejor que carnicera. Después seguía escribiendo y escribiendo, enrabietado o al borde del desmayo, y cada vez dominaba más los rudimentos del oficio. Así fueron pasando los años y durante todo ese tiempo yo chuleé a mi mujer.
Finalmente me gané el premio Nuevas Voces del Ayuntamiento de Madrid y de la noche a la mañana me vi en posesión de tres millones de pesetas y de una oferta para trabajar en uno de los más conspicuos periódicos de la capital. Hernando García León escribió una reseña elogiosísima de mi libro. La primera y la segunda edición se agotaron en menos de tres meses. He aparecido en dos programas de televisión, si bien en uno de ellos tengo la impresión de que me llevaron para que hiciera el payaso. Estoy escribiendo mi segunda novela. Y dejé a mi mujer. Le dije que nuestros caracteres eran incompatibles y que no le quería hacer daño y que esperaba que todo le fuera bien y que ella sabía que podía contar conmigo en cualquier momento, para lo que fuera. Después metí mis libros en cajas de cartón, mi ropa en una maleta y me marché. El amor, no recuerdo qué clásico lo dijo, sonríe a los que triunfan. No tardé en ponerme a vivir con otra mujer. He alquilado un piso en Lavapiés, un piso que pago yo, y en donde soy feliz y productivo. Mi actual mujer estudia filología inglesa y escribe poesía. Solemos hablar de libros. Y a veces se le ocurren ideas muy buenas. Creo que hacemos una estupenda pareja: la gente nos mira y asiente, de alguna manera personificamos el futuro y el optimismo no reñido con la sensatez y la reflexión. Algunas noches, sin embargo, cuando estoy en mi estudio dando los últimos toques a mi crónica semanal o revisando algunas páginas de mi novela, escucho pasos en la calle y tengo la impresión, casi la certeza, de que se trata de la cartera que ha salido a repartir la correspondencia a una hora inoportuna. Me asomo al balcón y no veo a nadie o tal vez veo al borrachín de turno de vuelta a casa, perdiéndose por una esquina. No pasa nada. No hay nadie. Cuando vuelvo a mi escritorio, no obstante, los pasos se repiten y entonces sé que la cartera está trabajando, que aunque no la vea la cartera está recorriendo su zona en la peor hora para mí. Y entonces dejo mi crónica semanal y dejo el capítulo de mi novela y trato de escribir un poema o dedicarle el resto de la noche a mi dietario, pero no puedo. El ruido de sus zapatos sin tacones resuena en el interior de mi cabeza. Un sonido apenas perceptible y que yo sé cómo exorcizar: me levanto, camino hasta el dormitorio, me desnudo, me meto en la cama en donde encuentro el cuerpo perfumado de mi mujer, le hago el amor, a veces con mucha dulzura, a veces de forma violenta, y después me duermo y sueño que ingreso en la Academia. O no.
Es un decir. A veces, en realidad, sueño que ingreso en el Infierno. O no sueño nada. O sueño que me han castrado y que con el paso del tiempo unos testículos muy pequeñitos, como dos olivas incoloras, me vuelven a brotar de la entrepierna, y que yo los acaricio con una mezcla de amor y temor y que los mantengo en secreto. El día ahuyenta a los fantasmas. Por supuesto, de esto no hablo con nadie. Hay que mostrarse fuerte. El mundo de la literatura es una jungla. Yo pago mi relación con la cartera con unas cuantas pesadillas, con unos cuantos fenómenos auditivos. No está mal, lo acepto. Si tuviera menos sensibilidad, seguramente ya ni siquiera me acordaría de ella. A veces incluso tengo ganas de llamarla por teléfono, de seguirla en su reparto diario y verla, por primera vez, trabajar. A veces tengo ganas de quedar con ella en algún bar de su barrio que ya no es el mío y preguntarle por su vida: si ya tiene un nuevo amante, si ha repartido alguna carta proveniente de Malasia o Tanzania, si aún recibe, por Navidad, el aguinaldo del cartero. Pero no lo hago. Me conformo con oír sus pasos, cada vez más débiles. Me conformo con pensar en la inmensidad del Universo. Todo lo que empieza como comedia termina como película de terror.

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C. FORMA GENERAL DE VALOR

1 chaqueta 
10 libras de té 
40 libras de café 
1 quarter de trigo                = 20 varas de lienzo
2 onzas de oro                     
½ tonelada de hierro
x mercancía A 
etc. mercancía