¿Qué es una mercancía?

En una primera lectura superficial e ingenua podríamos contestar que la mercancía es "eso que está apilado en las estanterías de los supermercados", pero si examinamos el asunto con más detenimiento veremos que la cosa es algo más compleja.

Marx dedicó al análisis de la mercancía todo el primer capítulo de El Capital (cuya lectura recomiendo a todos los anticapitalistas, pues la mejor manera de combatir con efectividad el sistema es conocer su estructura y funcionamiento, de lo contrario no haremos más que dar palos de ciego, además el núcleo duro de su análisis sigue estando plenamente vigente hoy día por mucho que algunos se empeñen en negarlo).

A los trabajadores que no estén familiarizados con el tema y tengan miedo o pereza de ponerse a leer porque piensan que es un texto difícil solo apto para economistas o expertos, que sepan que no es así en absoluto, la dificultad de El Capital, más que en el texto en sí mismo, está en ser capaz de desprenderse de las varias capas de barniz ideológico que recubren nuestra mente y en pensar dialécticamente, es decir: no hay que pensar la mercancía, ni la economía en general, como algo estático sino como algo dinámico, que se mueve, y fijarnos más en el movimiento y en las relaciones que en la supuesta esencia de la cosa.

Ser economista en realidad es más un hándicap que otra cosa la hora de entender El Capital, pues la economía vulgar que se estudia en las facultades es básicamente ideología capitalista, cualquier obrero no cualificado que sepa leer y escribir está más capacitado para comprender El Capital que la mayoría de los "expertos" en economía que entrevistan en la televisión.

Lo primero que hay que decir sobre la mercancía es que no debe entenderse como una cosa (no todas las cosas son mercancía, aunque en nuestra sociedad todo tienda a mercantilizarse, ni la condición de "mercancía" de una cosa depende de sus propiedades físicas o naturales)

Ni como un mero producto del trabajo humano (si un carpintero se fabrica una silla para utilizarla él o su familia habrá producido una silla pero no una mercancía).

Tampoco sería mercancía la silla del ejemplo anterior, aunque hubiera sido fabricada para otra persona, si aquella no se cambia por otra mercancía o por dinero (por ejemplo: si hace una silla especial con intención de regalársela a un amigo).

La mercancía es una "forma" que nosotros proyectamos sobre las cosas, como una diapositiva o una película de cine se proyecta contra la pantalla.
(Por expresarlo de otro modo más popular: la forma sería como el color del cristal con que miramos las cosas)
Esta forma (o el color del cristal) viene determinada por el modo en que está organizada la producción y la distribución en la sociedad mercantil capitalista, en realidad las mercancias, el valor y el dinero no existen, existen las cosas y las personas.

Pero no todas las cosas son aptas para ejercer la función de pantalla.

Como hemos visto la mercancía tiene que cumplir tres condiciones a la vez para ser considerada como tal:

1- ser una cosa útil

2- producto del trabajo humano

3- estar destinada al intercambio

Con respecto a la utilidad de la cosa hay que aclarar que cosas en principio inútiles pueden ser sin embargo mercancías (el caso más paradigmático en este sentido lo protagonizó el artísta italiano Piero Manzoni quien llegó a vender "mierda de artista" en latas de 30 gramos cada una al precio de 30 gramos de oro en 1960, ignoro cual es la cotización actual de la mierda de artista)

Tal vez hoy en día más que de cosa "útil" o necesaria deberíamos hablar de "objeto de deseo".

En la época de Marx todavía la mayoría de las mercancías que circulaban en el mercado estaban orientadas a la satisfacción de necesidades concretas, un abrigo, por ejemplo, se usaba en general hasta que se rompía o se gastaba por el uso, en la actualidad hemos inventado (han inventado los capitalistas por intereses comerciales) por un lado "la moda" que hace que no podamos ponernos este año el abrigo del año anterior, aunque esté perfectamente, por que está "pasado de moda", y por el otro la "obsolescencia planificada" que hace que las mercancías se fabriquen, no para durar mucho tiempo como antes, sino para durar un tiempo limitado, pasado el cual deberemos tirar el abrigo a la basura y comprar uno nuevo porque el anterior ya se ha deteriorado aunque no hace mucho que lo compramos.

De lo que se trata en última instancia cuando hablamos de cosa útil, es de que haya alguien que desee adquirir esa mercancía, por la causa que sea, (si no existe la necesidad, la publicidad y las demás técnicas de marketing ya se encargan de alimentar nuestro deseo y de crear artificialmente la necesidad de comprar tal o cual producto).

Por consiguiente el punto 1 y el 3 están interconectados, la cosa útil (o deseable) tiene que serlo, pero no para el productor, sino para alguien con quien pueda efectuar el intercambio, si nadie estuviera interesado en su mercancía no podría cambiarla y por lo tanto no sería una verdadera mercancía.

Uno de los descubrimientos de Marx fue el de la naturaleza bifacética de la mercancía:

Una mercancía es por un lado algo útil (sirve para algo concreto, tiene un valor de uso)

Y por el otro es algo inútil en sí misma para su productor pero que tiene un valor por el hecho de que espera poder cambiarla por otra mercancía en el mercado.

En el ejemplo del carpintero, sus sillas tienen un valor de uso (sirven para sentarse) pero no tienen un valor de uso para su productor pues él no las fabricó para su uso particular sino destinadas al mercado.

El valor de sus sillas para él es el valor que espera obtener a cambio de ellas en el mercado.

La mercancía como tal, surge en el momento en que los productos no se fabrican con el fin de ser consumidos directamente por su productor sino que se producen destinados al intercambio.

Quedamos, pues, en que la mercancía tiene un valor de uso y un valor.

La forma simple de valor es la expresión más simple del valor de una mercancía, pero tal y como dijo Marx: "El secreto de toda forma de valor yace oculto bajo esta forma simple de valor. Es su análisis, pues, el que presenta la verdadera dificultad".

Veamos en que consiste esta forma simple de valor.

Si tenemos dos mercancías, por ejemplo, quesos y ladrillos, podemos establecer una relación de intercambio según la cual

1 queso = 15 ladrillos o lo que es lo mismo

1 queso vale 15 ladrillos

pero esta relación de intercambio, o valor de cambio, es algo contingente, fluctuante, que puede variar influido por múltiples factores que no vamos a analizar aquí, pero que puede hacer que mañana 1 queso valga más o menos ladrillos.

Sin embargo Marx decide obviar la cuestión cuantitativa y centrarse en la parte cualitativa, es decir: si a la igualdad que hemos establecido entre quesos y ladrillos le quitamos la cantidad ¿que nos queda?

quesos = ladrillos

¿Como es posible que pueda establecerse una relación de igualdad entre dos mercancías tan diferentes?

Marx se da cuenta de que debe haber algo en común entre dos mercancías para que pueda establecerse una igualdad entre ellas y esa cosa común que tienen todas las mercancías entre sí no es otra que el trabajo humano empleado en su producción.

En otras palabras: El valor de las mercancías es la expresión del trabajo empleado en su producción, independientemente de que después en la práctica su valor de cambio se vea alterado por diversos factores.

Pero, como hemos visto antes, la mercancía tiene una doble naturaleza (valor de uso y valor) por lo tanto el trabajo contenido en ella también tiene una doble naturaleza: no es igual el trabajo que produce valores de uso (quesos, ladrillos, o cualquier otra cosa) que el trabajo que produce "valor", este último es un trabajo humano general, indiferenciado, abstracto, no nos importa la forma concreta del trabajo, al contrario de lo que ocurre con la producción de valores de uso donde lo fundamental es el tipo de trabajo concreto pues no es lo mismo hacer quesos que fabricar ladrillos.

Según Marx la antítesis interna de la mercancía (es valor de uso y valor) se expresa externamente en la forma simple de valor de modo que cada una de las mercancías implicadas adopta la forma de uno de los dos polos de la expresión: forma relativa y forma equivalente, en nuestro ejemplo el queso ocupa la forma relativa y los ladrillos la forma equivalente, es decir: el queso expresa su valor (que es algo etéreo) en el valor de uso, en el cuerpo de los ladrillos:

1 queso = 15 ladrillos

Si le damos la vuelta a la expresión:

15 ladrillos = 1 queso

Son los ladrillos ahora los que ocupan la posición de forma relativa y los que expresan su valor en el valor de uso del queso que toma la forma equivalente.

Ninguna mercancía puede ocupar al mismo tiempo las dos posiciones: o bien expresa su propio valor en el cuerpo de otra mercancía o bien presta su cuerpo como medio de expresión del valor de la otra mercancía.

Hasta ahora he hablado de cambio o de intercambio de mercancías, hoy estamos más acostumbrados a hablar de vender y comprar.

Antiguamente, antes de que inventaramos el dinero, las mercancías se cambiaban unas por otras mediante el trueque, después con el paso del tiempo las cosas se fueron complicando y algunas mercancías fueron especializandose como forma de equivalente general en la cual expresaban su valor todas las demás mercancías, la más famosa de estas mercancías es el oro.

Este tipo de mercancía adopto la forma de lo que conocemos como "dinero".

Hace mucho que el dinero dejó de ser un mero medio de cambio que facilita las transacciones comerciales, hoy se ha convertido en un elemento fundamental de la ideología del sistema, pero como dijo Marx: "La forma simple de la mercancía es, por consiguiente, el germen de la forma de dinero". El secreto del dinero está implícito en la forma simple de valor, así que para más información me remito a El Capital y concretamente al Capítulo 1 donde se explica dicha forma de valor.

El Capital
El Capital (Fragmentos)
El secreto de El Capital

Recuperar la conciencia y el orgullo de la clase obrera

Una de las frases del movimiento 15M que se hicieron más populares fue la de «No nos representan». Esta frase no iba solo dirigida contra los partidos políticos, principalmente PP y PSOE, sino también contra sus correlatos sindicales CCOO y UGT (al fin y al cabo el sistema de representación sindical no es más que una mala copia del sistema de representación política: echa un papelito en una urna una vez cada cuatro años y el resto del tiempo tranquilo que ya nos ocupamos nosotros de todo). Si los primeros no se dieron por aludidos los segundos mucho menos.
Lo fácil en este caso es hacerle el juego a la derecha y a los intereses capitalistas demonizando a los sindicatos, que si son corruptos, vendidos, traidores, etc.
Lo difícil es pararse a pensar y preguntarse: ¿No seremos la propia clase obrera la que nos hemos traicionado a nosotros mismos y a nuestros principios al delegar la defensa de nuestros intereses de clase en un grupito y desentendernos de todo?
Esto es exactamente lo que ha sucedido durante muchos años, la mayor parte de los trabajadores ha pasado de afiliarse o de organizarse en cualquier tipo de organización obrera y los que sí lo han hecho ha sido de un modo totalmente pasivo, se han limitado a «estar ahí» apuntados (paga-cuotas los llamo yo) y ni siquiera se han tenido que molestar en ir a pagar a un sitio pues ya lo tienen domiciliado, como el recibo de la luz, o se lo descuentan directamente de la nómina. Tampoco es nigún tipo de conciencia de clase ni nada parecido lo que les ha llevado a afiliarse, tan solo el mero calculo egoísta individual, es como ser socio de cualquier otro club o asociación que te ofrece una serie de ventajas, descuentos, servicios, cursos etc por el hecho de ser socio. Y también conviene estar apuntado por aquello de si un día tienes algún problemilla con la empresa...
De esta forma el sindicato ha acabado convirtiendose en una especie de club de amiguetes, una casta a parte, por un lado están los trabajadores normales y por el otro los sindicalistas profesionales que lógicamente acaban actuando en defensa de sus propios intereses de casta y utilizando al resto de los trabajadores como peones movilizables a conveniencia.
Revertir esta situación no es tarea fácil, solo hay dos opciones: o nos afiliamos masivamente a los sindicatos oficiales y los tomamos desde dentro o montamos algún tipo de organización paralela (no se trata de crear otro sindicato más a imagen y semejanza de los ya existentes, ya hay muchos, se trata de hacer algo diferente) La primera opción es la que tomó Comisiones Obreras, el llamado «entrismo», que consistió en infiltrarse en el sindicato vertical franquista.
Visto lo visto no está muy claro quien infiltró a quien. Yo me inclino más por la segunda opción, organizarnos al margen de los sindicatos oficiales, crear una especie de grupo de presión para obligarles, por ejemplo, a someter a votación de las asambleas de trabajadores cualquier acuerdo antes de ser firmado. En cualquier caso el mayor obstáculo es la falta de conciencia de clase, pero como dijo Machado: «Caminante no hay camino, se hace camino al andar» No podemos esperar a que haya conciencia de clase para empezar a hacer cosas, tenemos que empezar a caminar y la conciencia irá surgiendo por el camino y así recuperaremos poco a poco el orgullo de la clase obrera.

Materialismo Dialéctico

El materialismo dialéctico es la filosofia que sirve de fundamento al marxismo. Como su propio nombre indica se trata de un materialismo que es dialéctico (por contraposición al llamado materialismo mecanicista o metafísico) y de una dialéctica que es materialista (por contraposición a la dialéctica idealista de Hegel). Pero dejemos que sean Lenin y Engels quienes nos ilustren sobre esta teoría:

"Marx y Engels defendieron del modo más enérgico el materialismo filosófico y explicaron reiteradas veces el profundo error que significaba todo cuanto fuera desviarse de él.
Donde con mayor claridad y detalle aparecen expuestas sus opiniones, es en las obras de Engels "Ludwig Feuerbach" y "Anti-Dühring", que -al igual que el Manifiesto Comunista- son libros que no deben faltar en las manos de ningún obrero consciente".
              (Tres fuentes y tres partes integrantes del marxismo, V. I. Lenin)

"El problema de la relación entre el pensar y el ser, (que, por lo demás, desempeñó también el gran papel que le corresponde en la escolástica de la Edad Media), el problema de qué es lo originario, si el espíritu o la naturaleza, se agudizaba ahora, frente a la Iglesia, para formularse así: ¿el mundo ha sido creado por dios, o existe desde toda una eternidad?
Los filósofos se agrupaban en dos grandes campos, según la respuesta que se diera a esta pregunta. Quienes afirmaban la primacía del espíritu frente a la naturaleza admitiendo por tanto, en última instancia, una creación del mundo, cualquiera que ella fuese (y en los filósofos, por ejemplo en Hegel, esta creación es muchas veces harto más complicada todavía y más quimérica que en el cristianismo), militaban en el campo del idealismo. Los otros, los que veían en la naturaleza lo originario, pertenecían a las diversas escuelas del materialismo.
No otra cosa que esto significan originalmente los dos términos de idealismo y materialismo, ni aquí los empleamos tampoco en otro sentido. Y más adelante veremos a qué confusiones se presta el imbuir en ellos otro significado"
                 (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Friedrich Engels)


"...las necesidades prácticas de la lucha contra la religión positiva empujaron a la mayoría de los jóvenes hegelianos más brillantes al materialismo anglofrancés. Y, en este terreno, tenían que entrar en conflicto con el sistema de su escuela. Mientras que el materialismo concibe la naturaleza como lo único real, en el sistema hegeliano la naturaleza no es más que la «enajenación» de la idea absoluta, algo así como una degradación de la idea: el pensamiento y su producto discursivo, la idea, es aquí siempre y bajo cualesquiera condiciones lo originario, y la naturaleza lo derivado, que solo existe, en términos generales, por dignarse la idea descender a ello. Y en torno a esta contradicción se daban vueltas y más vueltas, sin lograr salir del atolladero.De pronto, apareció La esencia del cristianismo de Feuerbach.
Esta obra redujo a la nada, de golpe y porrazo, aquella contradicción, al entronizar de nuevo al materialismo, sin andarse con rodeos. La naturaleza existe independientemente de toda filosofía; es el fundamento sobre el que hemos brotado los hombres, que somos también productos naturales; fuera de la naturaleza y los hombres, nada existe, y los seres superiores alumbrados por nuestra fantasía religiosa no son más que el reflejo imaginativo de nuestro propio ser. Se había roto el conjuro; el «sistema» quedaba hecho añicos y eliminado; la contradicción había quedado superada, como algo que sólo existía en la imaginación. Sólo quien haya vivido la fuerza liberadora de este libro puede formarse una idea de ella. El entusiasmo no tenía límites: por el momento todos éramos feuerbachianos. Con que júbilo saludó Marx la nueva concepción y hasta qué punto -pese a todas las reservas críticas- se dejó influir por ella, puede comprobarse leyendo La sagrada familia."
             (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Friedrich Engels)

"No cabe duda de que Starcke hace aquí una imperdonable concesión al prejuicio filisteo contra el nombre de materialismo, prejuicio nutrido por largos años de maldiciones y difamaciones clericales. Para el filisteo, materialismo es comer y embriagarse, son los placeres de los ojos y de la carne, la soberbia, el afán de riquezas y la avaricia, la codicia y la avidez, el apetito insaciable de lucro y las especulaciones de bolsa; en una palabra, todos los sucios vicios a que él se entrega calladamente; y el idealismo, por el contrario, la fe en la virtud, el amor al prójimo y, en general, la aspiración a un "mundo mejor", cosas todas de las que se jacta, pero en las que en realidad solo cree en los momentos en que, llevado por sus habituales excesos "materialistas", pasa por amargos momentos de arrepentimiento, de depresión después de una borrachera o de bancarrota, cuando se dedica a entonar su canción predilecta: ¿Qué es el hombre? Mitad bestia, mitad ángel."
                (Ludwig Feuerbach y el fin de la filosofía clásica alemana, Friedrich Engels)

"...los principios no son el punto de partida de la investigación, sino el resultado final a que ésta llega, no se aplican a la naturaleza y a la historia humana, sino que, por el contrario, se abstraen de ellas; la naturaleza y el reino de los hombres no se rigen por principios, sino que, por el contrario, estos principios solo son exactos cuando se hallan en consonancia con la naturaleza y con la historia. Esta es la única concepción materialista del problema y la contraria, la que mantiene el señor Dühring, es idealista..."
(La subversión de la ciencia por el señor Eugen Dühring ("Anti-Dühring"), Friedrich Engels)


"Entretanto, junto a la filosofía francesa del siglo XVIII, y tras ella, había surgido la moderna filosofía alemana, a la que vino a poner remate Hegel. El principal mérito de esta filosofía es la restitución de la dialéctica, como forma suprema del pensamiento. Los antiguos filósofos griegos eran todos dialécticos innatos, espontáneos, y la cabeza más universal de todos ellos, Aristóteles, había llegado ya a estudiar las formas más substanciales del pensar dialéctico. En cambio, la nueva filosofía, aún teniendo algún que otro brillante mantenedor de la dialéctica (como, por ejemplo, Descartes y Spinoza), había ido cayendo cada vez más, influida principalmente por los ingleses, en la llamada manera metafísica de pensar, que también dominó casi totalmente entre los franceses del siglo XVIII, a lo menos en sus obras especialmente filosóficas. Fuera del campo estrictamente filosófico, también ellos habían creado obras maestras de dialéctica; como testimonio de ello basta citar "El sobrino de Rameau", de Diderot, y el "Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres" de Rousseau. Resumiremos aquí, concisamente, los rasgos más esenciales de ambos métodos discursivos.

Cuando nos paramos a pensar sobre la naturaleza, sobre la historia humana, o sobre nuestra propia actividad espiritual, nos encontramos de primera intención con la imagen de una trama infinita de concatenaciones y mutuas influencias, en la que nada permanece en lo que era, ni cómo y dónde era, sino que todo se mueve y cambia, nace y perece. Vemos, pues, ante todo, la imagen de conjunto, en la que los detalles pasan todavía mas o menos a segundo plano; nos fijamos más en el movimiento, en las transiciones, en la concatenación, que en lo que se mueve, cambia y se concatena. Esta concepción del mundo, primitiva, ingenua, pero esencialmente justa, es la de los antiguos filósofos griegos, y aparece expresada claramente por vez primera en Heráclito: todo es y no es, pues todo fluye, todo se halla sujeto a un proceso constante de transformación, de incesante nacimiento y caducidad. Pero esta concepción, por exactamente que refleje el carácter general del cuadro que nos ofrecen los fenómenos, no basta para explicar los elementos aislados que forman ese cuadro total; sin conocerlos, la imagen general no adquirirá tampoco un sentido claro. Para penetrar en estos detalles tenemos que desgajarlos de su entronque histórico o natural e investigarlos por separado, cada uno de por sí, en su carácter, causas y efectos especiales, etc. Tal es la misión primordial de las ciencias naturales y de la historia, ramas de investigación que los griegos clásicos situaban, por razones muy justificadas, en un plano puramente secundario, pues primeramente debían dedicarse a acumular los materiales científicos necesarios. Mientras no se reúne una cierta cantidad de materiales naturales e históricos, no puede acometerse el examen crítico, la comparación y, congruentemente, la división en clases, órdenes y especies. Por eso, los rudimentos de las ciencias naturales exactas no fueron desarrollados hasta llegar a los griegos del período alejandrino, y más tarde, en la Edad Media, por los árabes; la auténtica ciencia de la naturaleza sólo data de la segunda mitad del siglo XV, y, a partir de entonces, no ha hecho más que progresar constantemente con ritmo acelerado. El análisis de la naturaleza en sus diferentes partes, la clasificación de los diversos procesos y objetos naturales en determinadas categorías, la investigación interna de los cuerpos orgánicos según su diversa estructura anatómica, fueron otras tantas condiciones fundamentales a que obedecieron los progresos gigantescos realizados durante los últimos cuatrocientos años en el conocimiento científico de la naturaleza. Pero este método de investigación nos ha legado, a la par, el hábito de enfocar las cosas y los procesos de la naturaleza aisladamente, sustraídos a la concatenación del gran todo; por tanto, no en su dinámica, sino enfocados estáticamente; no como substancialmente variables, sino como consistencias fijas; no en su vida, sino en su muerte. Por eso este método de observación, al transplantarse, con Bacon y Locke, de las ciencias naturales a la filosofía, provocó la estrechez específica característica de estos últimos siglos: el método metafísico de pensamiento.

Para el metafísico, las cosas y sus imágenes en el pensamiento, los conceptos, son objetos de investigación aislados, fijos, rígidos, enfocados uno tras otro, cada cual de por sí, como algo dado y perenne. Piensa sólo en antítesis sin mediatividad posible; para él, una de dos: sí, sí; no, no; porque lo que va más allá de esto, de mal procede. Para él, una cosa existe o no existe; un objeto no puede ser al mismo tiempo lo que es y otro distinto. Lo positivo y lo negativo se excluyen en absoluto. La causa y el efecto revisten asimismo a sus ojos, la forma de una rígida antítesis. A primera vista, este método discursivo nos parece extraordinariamente razonable, porque es el del llamado sentido común. Pero el mismo sentido común, personaje muy respetable de puertas adentro, entre las cuatro paredes de su casa, vive peripecias verdaderamente maravillosas en cuanto se aventura por los anchos campos de la investigación; y el método metafísico de pensar, por muy justificado y hasta por necesario que sea en muchas zonas del pensamiento, más o menos extensas según la naturaleza del objeto de que se trate, tropieza siempre, tarde o temprano, con una barrera franqueada, la cual se torna en un método unilateral, limitado, abstracto, y se pierde en insolubles contradicciones, pues, absorbido por los objetos concretos, no alcanza a ver su concatenación; preocupado con su existencia, no para mientes en su génesis ni en su caducidad; concentrado en su estatismo, no advierte su dinámica; obsesionado por los árboles, no alcanza a ver el bosque. En la realidad de cada día sabemos, por ejemplo, y podemos decir con toda certeza si un animal existe o no; pero, investigando la cosa con más detención, nos damos cuenta de que a veces el problema se complica considerablemente, como lo saben muy bien los juristas, que tanto y tan en vano se han atormentado por descubrir un límite racional a partir del cual deba la muerte del niño en el claustro materno considerarse como un asesinato; ni es fácil tampoco determinar con fijeza el momento de la muerte, toda vez que la fisiología ha demostrado que la muerte no es un fenómeno repentino, instantáneo, sino un proceso muy largo. Del mismo modo, todo ser orgánico es, en todo instante, él mismo y otro; en todo instante va asimilando materias absorbidas del exterior y eliminando otras de su seno; en todo instante, en su organismo mueren unas células y nacen otras; y, en el transcurso de un período más o menos largo, la materia de que está formado se renueva totalmente, y nuevos átomos de materia vienen a ocupar el lugar de los antiguos, por donde todo ser orgánico es, al mismo tiempo, el que es y otro distinto. Asimismo, nos encontramos, observando las cosas detenidamente, con que los dos polos de una antítesis, el positivo y el negativo, son tan inseparables como antitéticos el uno del otro y que, pese a todo su antagonismo, se penetran recíprocamente; y vemos que la causa y el efecto son representaciones que sólo rigen como tales en su aplicación al caso concreto, pero, que, examinando el caso concreto en su concatenación con la imagen total del Universo, se juntan y se diluyen en la idea de una trama universal de acciones y reacciones, en que las causas y los efectos cambian constantemente de sitio y en que lo que ahora o aquí es efecto, adquiere luego o allí carácter de causa y viceversa.

Ninguno de estos fenómenos y métodos discursivos encaja en el cuadro de las especulaciones metafísicas. En cambio, para la dialéctica, que enfoca las cosas y sus imágenes conceptuales substancialmente en sus conexiones, en su concatenación, en su dinámica, en su proceso de génesis y caducidad, fenómenos como los expuestos no son más que otras tantas confirmaciones de su modo genuino de proceder. La naturaleza es la piedra de toque de la dialéctica, y las modernas ciencias naturales nos brindan para esta prueba un acervo de datos extraordinariamente copiosos y enriquecidos con cada día que pasa, demostrando con ello que la naturaleza se mueve, en última instancia, por los cauces dialécticos y no por los carriles metafísicos, que no se mueve en la eterna monotonía de un ciclo constantemente repetido, sino que recorre una verdadera historia. Aquí hay que citar en primer término a Darwin, quien, con su prueba de que toda la naturaleza orgánica existente, plantas y animales, y entre ellos, como es lógico, el hombre, es producto de un proceso de desarrollo que dura millones de años, ha asestado a la concepción metafísica de la naturaleza el más rudo golpe. Pero, hasta hoy, los naturalistas que han sabido pensar dialécticamente pueden contarse con los dedos, y este conflicto entre los resultados descubiertos y el método discursivo tradicional pone al desnudo la ilimitada confusión que reina hoy en las ciencias naturales teóricas y que constituye la desesperación de maestros y discípulos, de autores y lectores.

Sólo siguiendo la senda dialéctica, no perdiendo jamás de vista las innumerables acciones y reacciones generales del devenir y del perecer, de los cambios de avance y de retroceso, llegamos a una concepción exacta del Universo, de su desarrollo y del desarrollo de la humanidad, así como de la imagen proyectada por ese desarrollo en las cabezas de los hombres. Y éste fue, en efecto, el sentido en que empezó a trabajar, desde el primer momento, la moderna filosofía alemana. Kant comenzó su carrera de filósofo disolviendo el sistema solar estable de Newton y su duración eterna -después de recibido el famoso primer impulso- en un proceso histórico: en el nacimiento del Sol y de todos los planetas a partir de una masa nebulosa en rotación. De aquí, dedujo ya la conclusión de que este origen implicaba también, necesariamente, la muerte futura del sistema solar. Medio siglo después, su teoría fue confirmada matemáticamente por Laplace, y, al cabo de otro medio siglo, el espectroscopio ha venido a demostrar la existencia en el espacio de esas masas ígneas de gas, en diferente grado de condensación.

La filosofía alemana moderna encontró su remate en el sistema de Hegel, en el que por vez primera -y ése es su gran mérito- se concibe todo el mundo de la naturaleza, de la historia y del espíritu como un proceso, es decir, en constante movimiento, cambio, transformación y desarrollo y se intenta además poner de relieve la íntima conexión que preside este proceso de movimiento y desarrollo. Contemplada desde este punto de vista, la historia de la humanidad no aparecía ya como un caos árido de violencias absurdas, igualmente condenables todas ante el fuero de la razón filosófica hoy ya madura, y buenas para ser olvidadas cuanto antes, sino como el proceso de desarrollo de la propia humanidad, que al pensamiento incumbía ahora seguir en sus etapas graduales y a través de todos los extravíos, y demostrar la existencia de leyes internas que guían todo aquello que a primera vista pudiera creerse obra del ciego azar.

No importa que el sistema de Hegel no resolviese el problema que se planteaba. Su mérito, que sentó época, consistió en haberlo planteado. Porque se trata de un problema que ningún hombre solo puede resolver. Y aunque Hegel era, con Saint-Simon, la cabeza más universal de su tiempo, su horizonte hallábase circunscrito, en primer lugar, por la limitación inevitable de sus propios conocimientos, y, en segundo lugar, por los conocimientos y concepciones de su época, limitados también en extensión y profundidad. A esto hay que añadir una tercera circunstancia, Hegel era idealista; es decir, que para él las ideas de su cabeza no eran imágenes más o menos abstractas de los objetos y fenómenos de la realidad, sino que estas cosas y su desarrollo se le antojaban, por el contrario, proyecciones realizadas de la «Idea», que ya existía no se sabe cómo, antes de que existiese el mundo. Así, todo quedaba cabeza abajo, y se volvía completamente del revés la concatenación real del Universo. Y por exactas y aún geniales que fuesen no pocas de las conexiones concretas concebidas por Hegel, era inevitable, por las razones a que acabamos de aludir, que muchos de sus detalles tuviesen un carácter amañado artificioso, construido; falso, en una palabra. El sistema de Hegel fue un aborto gigantesco, pero el último de su género. En efecto, seguía adoleciendo de una contradicción íntima incurable; pues, mientras de una parte arrancaba como supuesto esencial de la concepción histórica, según la cual la historia humana es un proceso de desarrollo que no puede, por su naturaleza, encontrar remate intelectual en el descubrimiento de eso que llaman verdad absoluta, de la otra se nos presenta precisamente como suma y compendio de esa verdad absoluta. Un sistema universal y definitivamente plasmado del conocimiento de la naturaleza y de la historia, es incompatible con las leyes fundamentales del pensamiento dialéctico; lo cual no excluye, sino que, lejos de ello, implica que el conocimiento sistemático del mundo exterior en su totalidad pueda progresar gigantescamente de generación en generación.

La conciencia de la total inversión en que incurría el idealismo alemán, llevó necesariamente al materialismo; pero, adviértase bien, no a aquel materialismo puramente metafísico y exclusivamente mecánico del siglo XVIII. En oposición a la simple repulsa, ingenuamente revolucionaria, de toda la historia anterior, el materialismo moderno ve en la historia el proceso de desarrollo de la humanidad, cuyas leyes dinámicas es misión suya descubrir. Contrariamente a la idea de la naturaleza que imperaba en los franceses del siglo XVIII, al igual que en Hegel, y en la que ésta se concebía como un todo permanente e invariable, que se movía dentro de ciclos cortos, con cuerpos celestes eternos, tal y como se los representaba Newton, y con especies invariables de seres orgánicos, como enseñara Linneo, el materialismo moderno resume y compendia los nuevos progresos de las ciencias naturales, según los cuales la naturaleza tiene también su historia en el tiempo, y los mundos, así como las especies orgánicas que en condiciones propicias los habitan, nacen y mueren, y los ciclos, en el grado en que son admisibles, revisten dimensiones infinitamente más grandiosas. Tanto en uno como en otro caso, el materialismo moderno es substancialmente dialéctico y no necesita ya de una filosofía que se halla por encima de las demás ciencias. Desde el momento en que cada ciencia tiene que rendir cuentas de la posición que ocupa en el cuadro universal de las cosas y del conocimiento de éstas, no hay ya margen para una ciencia especialmente consagrada a estudiar las concatenaciones universales. Todo lo que queda en pie de la anterior filosofía, con existencia propia, es la teoría del pensar y de sus leyes: la lógica formal y la dialéctica. Lo demás se disuelve en la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia.

Sin embargo, mientras que esta revolución en la concepción de la naturaleza sólo había podido imponerse en la medida en que la investigación suministraba a la ciencia los materiales positivos correspondientes, hacía ya mucho tiempo que se habían revelado ciertos hechos históricos que imprimieron un viraje decisivo al modo de enfocar la historia. En 1831, estalla en Lyon la primera insurrección obrera, y de 1838 a 1842 alcanza su apogeo el primer movimiento obrero nacional: el de los cartistas ingleses. La lucha de clases entre el proletariado y la burguesía pasó a ocupar el primer plano de la historia de los países europeos más avanzados, al mismo ritmo con que se desarrollaba en ellos, por una parte, la gran industria, y por otra, la dominación política recién conquistada de la burguesía. Los hechos venían a dar un mentís cada vez más rotundo a las doctrinas económicas burguesas de la identidad de intereses entre el capital y el trabajo y de la armonía universal y el bienestar general de las naciones, como fruto de la libre concurrencia. No había manera de pasar por alto estos hechos, ni era tampoco posible ignorar el socialismo francés e inglés, expresión teórica suya, por muy imperfecta que fuese. Pero la vieja concepción idealista de la historia, que aún no había sido desplazada, no conocía luchas de clases basadas en intereses materiales, ni conocía intereses materiales de ningún género; para ella, la producción, al igual que todas las relaciones económicas, sólo existía accesoriamente, como un elemento secundario dentro de la «historia cultural».

Los nuevos hechos obligaron a someter toda la historia anterior a nuevas investigaciones, entonces se vio que, con excepción del estado primitivo, toda la historia anterior había sido la historia de las luchas de clases, y que estas clases sociales pugnantes entre sí eran en todas las épocas fruto de las relaciones de producción y de cambio, es decir, de las relaciones económicas de su época: que la estructura económica de la sociedad en cada época de la historia constituye, por tanto, la base real cuyas propiedades explican en última instancia, toda la superestructura integrada por las instituciones jurídicas y políticas, así como por la ideología religiosa, filosófica, etc., de cada período histórico. Hegel había liberado a la concepción de la historia de la metafísica, la había hecho dialéctica; pero su interpretación de la historia era esencialmente idealista. Ahora, el idealismo quedaba desahuciado de su último reducto, de la concepción de la historia, sustituyéndolo una concepción materialista de la historia, con lo que se abría el camino para explicar la conciencia del hombre por su existencia, y no ésta por su conciencia, que hasta entonces era lo tradicional.

De este modo el socialismo no aparecía ya como el descubrimiento casual de tal o cual intelecto de genio, sino como el producto necesario de la lucha entre dos clases formadas históricamente: el proletariado y la burguesía. Su misión ya no era elaborar un sistema lo más perfecto posible de sociedad, sino investigar el proceso histórico económico del que forzosamente tenían que brotar estas clases y su conflicto, descubriendo los medios para la solución de éste en la situación económica así creada. Pero el socialismo tradicional era incompatible con esta nueva concepción materialista de la historia, ni más ni menos que la concepción de la naturaleza del materialismo francés no podía avenirse con la dialéctica y las nuevas ciencias naturales. En efecto, el socialismo anterior criticaba el modo capitalista de producción existente y sus consecuencias, pero no acertaba a explicarlo, ni podía, por tanto, destruirlo ideológicamente, no se le alcanzaba más que repudiarlo, lisa y llanamente, como malo. Cuanto más violentamente clamaba contra la explotación de la clase obrera, inseparable de este modo de producción, menos estaba en condiciones de indicar claramente en qué consistía y cómo nacía esta explotación. Mas de lo que se trataba era, por una parte, exponer ese modo capitalista de producción en sus conexiones históricas y como necesario para una determinada época de la historia, demostrando con ello también la necesidad de su caída, y, por otra parte, poner al desnudo su carácter interno, oculto todavía. Este se puso de manifiesto con el descubrimiento de la plusvalía. Descubrimiento que vino a revelar que el régimen capitalista de producción y la explotación del obrero, que de él se deriva, tenían por forma fundamental la apropiación de trabajo no retribuido; que el capitalista, aun cuando compra la fuerza de trabajo de su obrero por todo su valor, por todo el valor que representa como mercancía en el mercado, saca siempre de ella más valor que lo que le paga y que esta plusvalía es, en última instancia, la suma de valor de donde proviene la masa cada vez mayor del capital acumulada en manos de las clases poseedoras. El proceso de la producción capitalista y el de la producción de capital quedaban explicados.

Estos dos grandes descubrimientos: la concepción materialista de la historia y la revelación del secreto de la producción capitalista, mediante la plusvalía, se los debemos a Marx. Gracias a ellos, el socialismo se convierte en una ciencia, que sólo nos queda por desarrollar en todos sus detalles y concatenaciones."
                                 (Del socialismo utópico al socialismo científico, Friedrich Engels)

Solo soy un accidente

Soy un charnego, un error histórico, yo no debería existir si todo hubiera salido como debía ser, si ese maldito Felipe V no se hubiera metido por el medio... Y Franco... Y si mis padres no hubieran emigrado a Barcelona y no se hubieran conocido aquí... Sin todo eso yo no existiría y Catalunya sería rica, plena y feliz sin mi molesta presencia. Pero algo salió mal y... ¡Aquí estoy! Los nacionalistas me dicen que esto no puede ser, que la cosa no puede continuar así ¿Qué es eso de que cada uno vaya por ahí mostrando obscenamente identidades impropias en público y hablando una lengua que no es la propia del país? Ahora, eso sí, como son muy majos y acogedores me ofrecen la posibilidad de enmendar mi error y corregirme: si prometo ser un chico educado, contestar en catalán cuando se dirijan a mi, consumir productos de la tierra, convencer a mi vecino de que le ponga al niño Josep en vez de José, poner la música bajita cuando escuche a Camarón y peregrinar a Montserrat almenos una vez en la vida, ellos me prometen que me aceptarán como un catalán más y hasta me dejarán que hable castellano en mi casa (sin levantar mucho la voz).
Al principio reconozco que dudé y estuve a punto de aceptar su oferta, pero ahora he decidido asumirme como soy: Soy un error, soy un charnego y no tengo propósito de enmienda. Renegar de los errores o circunstancias que han hecho posible que yo exista y que han hecho de mi lo que soy significaría negarme a mi mismo, mi identidad y mi propia existencia.
La historia, tanto la personal como la colectiva, es la que es, para bien o para mal, no la que nos gustaría que hubiese sido, se que mi existencia resulta molesta para los nacionalistas porque no encajo en su plan original, en la Catalunya ideal que nunca existió más que en su cabeza, la que debería haber sido (según ellos) y nunca fué y que están tratando de imponer a toda la sociedad. 
La existencia de cualquier persona o de cualquier pueblo no es más que un accidente, no estaba escrito en ningún destino que yo tuviera que existir, ni mi existencia ni la de ningún ser humano es necesaria, somos seres contingentes.
La existencia de Catalunya tampoco es necesaria, no estaba escrito en las estrellas que Catalunya debiera existir ni tampoco en qué forma debía existir, la Catalunya que conocemos es el resultado de una larga historia de accidentes, conflictos y ocupaciones de unos pueblos por otros desde la época preromana, de guerras, de conquistas, anexiones, segregaciones, migraciones e inmigraciones. La Catalunya del futuro será como la hagamos entre todos, pero en ese proceso todos los catalanes debemos tener VOZ y voto en igualdad de condiciones, no podemos asumir de buen grado de ninguna de las maneras que las opiniones, sentimientos, deseos o intereses de unos catalanes valgan más que los de otros.
He resaltado la palabra voz porque si no tenemos voz sirve de poco tener derecho de voto y hasta ahora una parte muy importante de catalanes no la hemos tenido, ni en los medios ni en la política. Ahora hay un partido, ciutadans, que pretende ser nuestra voz, en mi caso particular tengo que decir que, como obrero de izquierdas y con conciencia de clase, no me siento representado por ellos, aunque reconozco que me alegra escuchar por fin en las tribunas del Parlament y en los medios ideas que siempre han estado en la calle en Catalunya pero que eran silenciadas sistematicamente y que además sean expuestas en catalán o castellano indistintamente con total normalidad. Ojalá hubiera un partido de izquierdas en Catalunya que tuviera una actitud semejante, liberada de complejos frente al nacionalismo.